jueves, 2 de septiembre de 2010

Crónica de los días de niebla

Los días de niebla son, básicamente, un problema matemático. Acontecen y arruinan las ecuaciones que uno va acumulando en un pequeñísimo librito. No hay como salir a la calle y toparse con una pared blancuzca que se extiende en todas las direcciones, casi como si un fantasma nos hubiese desayunado y nosotros estuviésemos rondando por su interior. Buscamos un lugar por donde escaparnos y ese lugar no existe, porque la pared se va alejando y nunca está al alcance de la mano, sino en la esquina, y vamos hasta la esquina para levantar la vista nuevamente y descubrir que no es sino hasta la otra esquina que se acaba la niebla. Al par de cuadras, sin dudar, nos damos cuenta que es inútil y seguimos haciendo lo mismo, pero ahora porque está bueno. Lo llamativo de la niebla es la pequeña cuota de misterio. El miedo de que ocurra algo, la impresión de que muy probablemente se vaya a abrir una grieta en el medio de nuestro paso y vamos a caer en un pozo infernal, donde se bañan en un jugo caldoso tipos de dos cabezas y se organizan juegos absurdos de naipes. En días de niebla es peligrosa la quietud. Uno está atento en la niebla. Hay que estarlo, es lo normal que los seres y criaturas sórdidas se escurran como un humo verde y podrido desde las alcantarillas, resguardados bajo el espeso manto que se levanta; los pastos, los fierros, los bancos de las plazas puedo asegurar que hablan; los minutos son más pesados, es como ir cargando la piedra del condenado; en la cafés no hay gente, hay almas perdidas que se toman una última taza y se comen dos medialunas más antes de que se apague una llama, que en algún lado está quemando débilmente. Hay mujeres que hierven de tristeza la sangre, en las paradas de los colectivos, abrazadas a ellas mismas.
Entonces me pregunto si camino entre agua condensada, o se me pudrió el corazón. Y sigo caminando.

Joan

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