miércoles, 15 de diciembre de 2010

Crónica de los fantasmas

Ayer vi un fantasma, o a un fantasma, que es casi lo mismo. La luz del velador ("velador", más bien una de esas lámparas casi modernas y casi prácticas) andaba para el orto, cosa que, claramente, me irritaba con notoriedad ya que estaba intentando la feliz lectura de un nuevo libro, hasta que empezaron los machaques de luz, que sí, que no, que un poco más fuerte, que leete ésta si podés, gil. No hubiese sido de gente normal pensar que había sido invadido en mi habitación por una indeterminada cantidad de ectoplasma (gracias películas de fantasmas, gracias Wordreference), ni menos pensar que esa misma emanación de ultratumba iba a tener la forma de una bonita mujer. No hubiese sido normal. Soy un tipo simple, aunque no me lo crean, aunque lo crean pero no lo entiendan. En fin, no pienso esas cosas.
Sigo: Luz rara; fantasma de una mujer bonita. Si esto hubiese sido un videoclip, la lógica diría que realizamos dos mil secuencias sexuales, todo en tres o cuatro minutos, y encima la hubiese dejado planchada y me hubiese fumado un pucho. Cuestión que eso no pasó, no sé a quién se lo ocurré eso (escritores borrachos). De hecho me fui a dormir porque me cansé de que la luz no me ande y me tenía que levantar tempranto, así de corta. El fantasma ahí al costado de mi cama ("cama") y yo que digo mañana es mejor y me voy a dormir. Pobre la fantasma. Igual, no voy a mentir, tampoco dije "ah, mirá vos que bueno" y cerré las persianas del almacén, digamos que me fui a dormir, pero pensé en la fantasmita hasta quedar subconciente.
¿Mis sueños? no me los acuerdo, espero y ojalá no me los acuerde nunca.

Anotación

Derrotar a Gulash, el vikingo comestible.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Crónica de una reticencia

Luz. Es eso: luz. Una luz rubia, una risa que se teje hacia arriba, que se filtra apenas en todos lados, una risa de humo. Luz, el escondite barroso y quemado que me obliga a pensar con las manos en los bolsillos o en la cara, en lo que hay de barba hoy. Larga, larga, tanto como para desesperarse, jodidamente, y no es más, sólo una luz que me hace perder las piernas, cerrar los ojos al calor. Qué cosa, qué increíble que sea suficiente su recuerdo y ya me cueste pensar, escuchar, hacer lo que hago aunque no haga nada, plaf, luz paralizante, aerosol de tempestades tuyas, llenas de bancos de plaza, llenas del fantasma pardo de tu mano raspando lo que hay de mi barba hoy, llenas de canciones que todavía no terminé de escribir.
Luz: eterna y efímera luz. Claramente eterna y efímera.
Sino, no se explica
que en un día
como hoy
no vea.

Joan

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Crónica de la homosexualidad

Puto el que lee.

Crónica de las cosas que no se deben hacer

—Yo odio a Platón— decía mientras cargaba su boca con un plato de spaguettis cubiertos de una patada de queso reggianito— pero soy muy platónica.
La luna mayor como un hongo se veía clara, a su lado, las menores. Yo las miraba como un salpicón.
—¿No ves mi lado dialéctico?— estaba esperando que yo diga no— Es que no me va ese tipo, siempre me gustó más Aristóteles, pero por choreo— continuaba y se zampaba medio plato evitando un festival de salsa a la Príncipe de Gales sobre el encaje de su pomposo vestido, otra suerte corrió el lado derecho de mi rostro. Vinieron los pavos reales: uno se llevo el plato con lo que quedaba de fideos, el otro me limpiaba la cara con una servilleta de algodón. Se fueron entre balbuceos o cacareos, no sé, creo que no tiene nombre la palabra.
—¿Y a vos qué te parece?— me dijo y me sonrió. Abandoné la contemplación de las lunas, la miré sin muchas ganas.
—Neh, la verdad es que ni idea, calculo que sí, pero ni idea, tampoco tengo una tesis en filosofía.
Ni un segundo después los pavos reales me habían echado del reino y quedé sentado en la tierra contra el portón de la entrada.

Joan

martes, 23 de noviembre de 2010

Crónica palermitana

La mano iba y venía por el flequillo, marcaba un cansado recorrido hasta la nuca y volvía por debajo de la oreja derecha, iba y venía, buscando eso que había perdido entre las horas de la capital y los colectivos y la fría lluvia vespertina. Ahora estaba con una musculosa holgada, encerrada en la oscuridad de su escritorio, revolviendo ideas, palabras envueltas en humo de Marlboro, en la madera de la mesa que era toda la habitación y que eran sus ojos, ojos de madera o de papel, un olor en su nariz, la lluvia que ya no llovía hace rato, su mano yendo y viniendo; escribía con resaltadores, lápices de colores, fibrones que arruinaban la hoja, doblaba la hoja, la dibujaba, seguía escribiendo a lapicera, prendía otro cigarro, quemaba el blanco de la esquina, se pasaba la punta de la Bic por la garganta, debajo de la nuez, marcaba un línea, se degollaba, le chorreaba la sangre azul, hundía apenitas la punta en la carne de su cuello, volvía a dibujar tres marcas entre las palabras nunca y piernas; algo, Dios, algo, que sea algo. Y era: dos o tres palabras quedaban enmarcadas, atornilladas para siempre en tinta, quedaban y eran únicas como una lágrima, como la imagen de dos piernas que se mezclan en la enmarañada muchedumbre de Santa Fe y Scalabrini Ortiz una tarde de fría lluvia para no volverlas a ver nunca.
Pero no, y entonces a rascarse la cabeza, desbordar el cenicero con el último pucho, mancharse la musculosa con resaltador verde y revolearlo donde la lámpara no alumbraba. El hexagonal tubito azul estaba caliente contra una taza de café frío, la cuarta, que recibía como una pileta abierta y negra los pelos que salían despedidos de su cabeza y que desconocían que eran las once cuarenta y tres de la noche de un miércoles. Quizás una o dos palabras más. La punta de la birome se paseaba nuevamente por su garganta; con la otra mano tachaba todo el texto con resaltador amarillo y lo enmarcaba con el fibrón negro, lo fileteaba con lápiz negro, dibujaba soles plateados, flores infinitas, los paraguas de la Avenida Córdoba, el bigote del quiosquero. Con la Bic sólo remarcaba una fina y perfecta línea en su garganta, un punto apenas más grueso que el renglón azul hacía de inmejorable centro. La birome se detuvo ahí. Hizo presión, leve. Todo lo demás se detuvo. Su mirada eran dos babas, una mano, la que dibujaba el papel, se tendió contra el escritorio, apenas movió la taza con el café asqueroso, la otra oprimía en un punto certero. El reloj en la pared no se veía sin mayor esfuerzo: las once y cincuenta y tres. Se le hizo un puño, cayó la taza con el café. En la puerta estaban golpeando. La taza hizo ruido, el puño se estrangulaba entre finos dedos. La puerta seguía sonando, alguien gritaba, no escuchaba qué, se le hacía una voz gruesa, apagada, como la taza contra la alfombra, pero alguien estaba golpeando la puerta, gritando, haciendo ruido como la taza, como las gotas que encharcaban la hoja, y se apisonaban con las marcas de resaltadores y fibrones y lápices de colores. El olor a canelones de rosticería eludía la madera de la puerta y trepaba hasta su cara, se mezclaba con las lágrimas y la baba que se escurría por las comisuras de la boca, el tubito azul se calentaba cada vez más, las piernas le temblaban. Hubo un silencio. Se hizo claro el sordo golpe de una gota sobre el áspero papel. La puerta estalló, ahora escuchaba claro que alguien gritaba Lucía, y soltaba los canelones enchastrando el piso.

Joan

viernes, 12 de noviembre de 2010

Anotación

Comprar servilletas. Una patada de servilletas.