martes, 23 de noviembre de 2010

Crónica palermitana

La mano iba y venía por el flequillo, marcaba un cansado recorrido hasta la nuca y volvía por debajo de la oreja derecha, iba y venía, buscando eso que había perdido entre las horas de la capital y los colectivos y la fría lluvia vespertina. Ahora estaba con una musculosa holgada, encerrada en la oscuridad de su escritorio, revolviendo ideas, palabras envueltas en humo de Marlboro, en la madera de la mesa que era toda la habitación y que eran sus ojos, ojos de madera o de papel, un olor en su nariz, la lluvia que ya no llovía hace rato, su mano yendo y viniendo; escribía con resaltadores, lápices de colores, fibrones que arruinaban la hoja, doblaba la hoja, la dibujaba, seguía escribiendo a lapicera, prendía otro cigarro, quemaba el blanco de la esquina, se pasaba la punta de la Bic por la garganta, debajo de la nuez, marcaba un línea, se degollaba, le chorreaba la sangre azul, hundía apenitas la punta en la carne de su cuello, volvía a dibujar tres marcas entre las palabras nunca y piernas; algo, Dios, algo, que sea algo. Y era: dos o tres palabras quedaban enmarcadas, atornilladas para siempre en tinta, quedaban y eran únicas como una lágrima, como la imagen de dos piernas que se mezclan en la enmarañada muchedumbre de Santa Fe y Scalabrini Ortiz una tarde de fría lluvia para no volverlas a ver nunca.
Pero no, y entonces a rascarse la cabeza, desbordar el cenicero con el último pucho, mancharse la musculosa con resaltador verde y revolearlo donde la lámpara no alumbraba. El hexagonal tubito azul estaba caliente contra una taza de café frío, la cuarta, que recibía como una pileta abierta y negra los pelos que salían despedidos de su cabeza y que desconocían que eran las once cuarenta y tres de la noche de un miércoles. Quizás una o dos palabras más. La punta de la birome se paseaba nuevamente por su garganta; con la otra mano tachaba todo el texto con resaltador amarillo y lo enmarcaba con el fibrón negro, lo fileteaba con lápiz negro, dibujaba soles plateados, flores infinitas, los paraguas de la Avenida Córdoba, el bigote del quiosquero. Con la Bic sólo remarcaba una fina y perfecta línea en su garganta, un punto apenas más grueso que el renglón azul hacía de inmejorable centro. La birome se detuvo ahí. Hizo presión, leve. Todo lo demás se detuvo. Su mirada eran dos babas, una mano, la que dibujaba el papel, se tendió contra el escritorio, apenas movió la taza con el café asqueroso, la otra oprimía en un punto certero. El reloj en la pared no se veía sin mayor esfuerzo: las once y cincuenta y tres. Se le hizo un puño, cayó la taza con el café. En la puerta estaban golpeando. La taza hizo ruido, el puño se estrangulaba entre finos dedos. La puerta seguía sonando, alguien gritaba, no escuchaba qué, se le hacía una voz gruesa, apagada, como la taza contra la alfombra, pero alguien estaba golpeando la puerta, gritando, haciendo ruido como la taza, como las gotas que encharcaban la hoja, y se apisonaban con las marcas de resaltadores y fibrones y lápices de colores. El olor a canelones de rosticería eludía la madera de la puerta y trepaba hasta su cara, se mezclaba con las lágrimas y la baba que se escurría por las comisuras de la boca, el tubito azul se calentaba cada vez más, las piernas le temblaban. Hubo un silencio. Se hizo claro el sordo golpe de una gota sobre el áspero papel. La puerta estalló, ahora escuchaba claro que alguien gritaba Lucía, y soltaba los canelones enchastrando el piso.

Joan

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