lunes, 25 de octubre de 2010

Crónica de mi muerte hoy; mañana será otra

El calor, espeso, comenzó a trepar en la pequeña habitación. Él repetía incasablemente en la guitarra un punteo endemoniado, irónico. Las paredes eran de un rojo vidrioso, la luz no sé de dónde venía. Él seguía tocando lo mismo, perdido, descerebrado. Las gotas se me formaban en la cara, engordaban y se esparcían en una línea. Me saqué la remera. Él levantó la vista hacia mí. Se reía, me sonreía con cara de tarado mientras golpeaba las cuerdas con la púa, lo mismo siempre, lo repetía y lo repetía. Qué inmundo calor. Sentado contra la pared me deshice del pantalón, las zapatillas. Me dejé las medias. Las paredes eran de un rojo vidrioso y no podía percibir de dónde venía la luz, de dónde carajos venía la luz. Empapado en sudor resbalaba la espalda en el muro, me deslizaba hasta quedar con la cabeza en el piso, con una difusa mancha negra en el techo, donde no había techo sino una difusa mancha negra. El tarado seguía tocando y tocando y tocando; se levantó, gigante, tapando la mancha difusa y negra del techo o el techo, me sonreía y los chirridos eran una vertiente de espinas; me pisaba una mano, giré la cabeza y la vi, debajo de la goma, enrojeciendo, juntando sangre. El calor, las espinas, el tarado y su sonrisa, la descompostura. Me quería ir.

—Me voy

Dejó de tocar. Rió por última vez y no tocó más. Miraba las rojas paredes de la habitación. Ni puertas, ni ventanas, ni nada parecido.

Joan

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