lunes, 18 de octubre de 2010

Crónica de los días que andan (mal) en patines

Hoy había luna. Pero, claro, no me explico bien. Hoy había luna a las cinco de la tarde. Estaba ahí, olvidada, una luna resacosa que no se quiere levantar un domingo (lunes), estampada contra un cielo muy limpio, detrás de las hojas grandes y luminosas de los árboles de la plaza, sobre la peluca de bronce de un tipo que supuse Mariano Moreno.
No la esperaba, no sabía (juro que no sabía), soy un hombre lobo, soy un vértice. Pero a medias, porque todavía estaba en la plaza, todavía era de día. Y volvemos a que no lo sabía, y no lo esperaba (juro que no lo esperaba). Es que no ocurrió ahí, sentado, viendo una pelota de goma, naranja, tomando mate, contando las colillas de los cigarrillos que la gente tiró donde yo las tire mientras las contaba, donde no había su sombra recortada aplastándolas, porque ya estábamos a la sombra.
La luna como un hongo, un queso blancote, fea sobre la pasta celeste; y yo aspirando la luna, cargándome de luna por los poros y los pelos de la cara y los agujeros de los cordones de las zapatillas. Apresándola entre los dedos y apretando, como un limón que chorrea, abriendo la boca estupefactamente (créanme que existe la palabra), unciendo las gotas de ácido lunar con los rayos de mis ojos, slurp, slurp, slurp.
Los lunes ahora me gustan más.
Un toque.
Hace un tiempito.
Y a veces.
Me atajo.
Un toque.
Estábamos en la luna, pero esa ya pasó, hoy había luna de día. Entonces vamos al hombre lobo, la luna de día ya pasó, el queso, el hongo, su sombra aplastando las colillas aunque no era su sombra, porque ya había otra.
Un hombre lobo sin uñas filosas, sin melenas harapientas (no las mías, che, las del hombre bobo), sin músculos súper desarrollados y mutantes de Jolibud (gracias Roberto Arlt), sin chiches, sin masacres, sin carnizajes (esa sí la inventé, creo), sin lluvia de baba y sin huracanes revueltos en sangre. Yo cordero. Claro, cambie las cosas, pero date cuenta (que da sinceramente lo mismo).
Digamos que me tiré a una pileta infinita. La atravesé como una bala. Salí del otro lado, seco. Me olvidé de avisar que la pileta estaba vacía. Sólo queda un olor a peste a muerte a mil cigarrillos (eran como cuatro nomás) a níquel y nylon a la sal de las lágrimas de hace tres años o quién sabe cuándo. El cordero (yo), cargado de luna, de la luna de las cinco de la tarde, se hincha como un planeta lleno de angustias que no pesan que son tan livianas, pero se hincha mucho y explota como el globo de un chicle. Plaf, tranqui. De nuevo, nada de tripas colgando de la luz, huracanes revueltos en sangre. Yo, otra vez, sentado donde estaba sentado el cordero. Y entonces, me acuerdo que es muy linda. Pero, claro, no me explico bien. Ella es muy linda.

Joan

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