lunes, 11 de octubre de 2010

Crónica de las probabilidades

Salgo de casa con una idea colgando del flequillo, caminar un rato. Caminar porque entre los autos y los colectivos la gente sólo se olvida que tiene piernas (dos ¿viste qué loco?), entonces vale la pena caminar hasta la plaza, y eso hago. Voy por la vereda del sol porque me pone feliz, con las manos hechas dos puños en los bolsillos de la campera, dejando atrás a los árboles que me dan una bofetada de sombra al pasar. El sol me brilla en los ojos cuando llego a la avenida. Lo sé porque es más que obvio, o porque así me lo imagino. Camino y camino y camino, un rato; quince, veinte minutos, paso algodonado (quizás me muevo algodonadamente). Divertido voy clavando chinches en mi corcho/avenida/vereda de avenida. Un par, no me desespero.
Llego a la plaza y fijo la vista en la crepitación del cigarro, una nube gris y una nube verde se tocan y se olvidan. Y la plaza, claro. Llego y voy a buscar dónde sentarme; cerca de la fuente, no, cerca de aquel arbolote, bueno dale. Esta vez soy amigo de la sombra, que me deja la cara lisa. Pito tranquilo con los hombros cerrados con los ojos en las hojas gastadas en su juego infantil de plaza.
De repente un ruido arriba mío, pero a unos (a ojo) seis metros. Mi cara de nada chupa el humo por el filtro amarillento; una ráfaga de viento me voló la idea del flequillo. No sé cómo ni por qué, pero estoy viendo a una chica, de unos (a ojo) veinte años, de piernas largas y bonitas. Y está loca, claro. Sino no se explica que esté colgada de un árbol, arrancándole las hojas una por una, con las manos ¡Y ya le peló la mitad! Y no sólo eso, ¡Ya peló dos tercios de la plaza! Dios mío, qué chica más linda y loca. El sol ya casi se pierde, la luz le da de costado, blandamente, los ojos se le distinguen. Rabiosos.
A unos pocos metros (hoy no veo nada, claramente) un pibe sentadito en un banco, igual que yo, mirando la circunstancia con aplomo. Me acerco, me cuesta pensar qué decir.

—Loca ¿no?
—Sí, loca y encima linda.
—Ah, pensé que era el único.
—Y con el sol muriendo ahí en el fondo dan ganas de llorar.
—¿Fumás?— Le ofrecí el paquete.
—Dale. No, fuego tengo. Gracias.
—¿Hace cuánto que está haciendo esto?
—No sé. Llegué y ya había pelado como seis árboles, hace unas dos horas. No me pienso ir hasta que acabe. Igual no sé qué va a hacer cuando se termine de ir el sol.
—Lo más probable es que se caiga.— Dije tirando el cigarrillo.

Cuando es sol se fue
la chica cayó
muerta.

Joan

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