martes, 16 de marzo de 2010

Pequeño cuento fresconi fresconi, eso es sinonimo de "seguramente esto va a ser saboteado por mí mismo"

CRISTIAN A OSCURAS

En la habitación más retirada de la casona de Tigre, Cristian leía placenteramente una novela de un escritor ecuatoriano. Se acomodaba los lentes con el dedo del medio y recaía en la tibia lectura, acariciaba cada palabra, cada oración, se le hacía infinito acojinado y abrazante el silloncito, retirado contra una de las paredes del bunker. Las dimensiones de éste eran generosamente espaciosas; viejo, bastante roto, pero bajo la buena manutención que se permitía darle, y la sumada ayuda de una escoba y una pala lo convertía en un estudio bastante aplicable a lo que se le antojara. Cuando releía una oración por la mitad del libro, sobre su cabeza se extinguió la lamparita, privilegiada de ser la única fuente de luz de la habitación. Reiteró con el dedo el empujón sobre los lentes y miró el exacto lugar (o al menos eso creía) de donde debía de provenir la fuente de iluminación. Su mirada se ahogó en la nada y no insistió, mejor era tantear en el bolsillo algún encendedor de ocasión. Tras pasear la mano angustiosamente por las cavernas de su cargo, terminó de aceptar que carecía de todo potencial lumínico. Había estado fumando hace un par de minutos, junto a la biblioteca, releyendo los títulos de libros leídos y otros que leería o no, había fumado lentamente y se le había caído la ceniza al piso, pero antes había apoyado en un estante, sobre una revista de viajes, el preciado encendedor. Para llegar hasta la puerta debía lidiar con el escritorio, algunas cajas de resma, una mesa ratona y las sucesivas porquerías que iba depositando en el piso. Sin soltar el libro emprendió la tarea de hacerse camino hasta la salida. Lo primero en aparecer fue el escritorio en su pie derecho, pellizcando apenas los tres dedos del medio. Respirando profundo, acariciando el escritorio, haciéndolo real, una mesa con cuatro patas y un par de cajones, continuó con su andanza. La penumbra era total, resultaba absurdo que no entrase ni una pequeñez de luz por debajo de la puerta, mejor sería ser un insecto, pero realmente no sabía si los insectos veían en la total negrura. A tientas, delicadamente, esquivó la mesita ratona y una estatua de un angelito que emergía de un pilar. Cuando se creyó cerca de la salida se excitó. Conciente de que ya no sabía en que dirección se movía se acostó en el suelo, con estirados movimientos buscaba el colchón de la alfombra sobre la entrada, sintiéndolo a los pocos segundos en la punta de su dedo índice, reconociendo la salvación; llegar a la puerta iba a ser tan fácil como mantener el sentido de la orientación que marcaba el brazo como una flecha. Se incorporó en la dirección deseada y acudió a la feliz urgencia. Cuando la puerta llego a la palma de su mano, no tardó en apresurar la otra en busca de la manija, entrando en un camino de barniz dejado, palpando el aire como en una canaleta que se formaba entre límite de la madera y el marco, bajando por esa misma corriente hasta la luz, que era un pomo de bronce girado y un paso hacia atrás, y la luz que ya encendía nuevamente la habitación, el matiz de la alfombra, el áspero piso de maderitas al estilo Art Nouveau y una esquina de la biblioteca, todo eso desde arriba, desde la pequeñísima porción de cielo raso que ofrecía el marco de la puerta; el resto, visto a medio metro, un espeluznante medio metro, era una adecuada combinación de ladrillos apilados y cemento bien mezclado, quizás demasiado bien mezclado.
Joan

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